Mientras ordenaba mi armario esta mañana, encontré entre cuadernos y apuntes una carpeta que contenía hojas con palabras ya olvidadas. Hallé cartas llenas de sinceridad dirigidas a amores imposibles, viejos poemas escritos en el instituto y un cuento redactado alguna vez en clase de literatura. Para mi sorpresa, todos y cada uno de ellos reflejaban sueños, deseos y pensamientos que aún hoy no han cambiado. Algunos se han hecho realidad, otros jamás se cumplirán.
¿Por qué no compartir algunas de mis creaciones contigo? He aquí el cuento que siempre me hace sonreir.
Ángeles nacidos de la espuma del mar
invaden mi mente con su luz celestial
para narrarme un cuento que,
quizás, un día será verdad:
Había una vez, en un reino muy lejano, un castillo edificado sobre las nubes. Era tan alto que parecía arañar la cristalina superficie del firmamento. Durante el día, los querubines cabalgaban sobre pegasos con crines de oro y alas de terciopelo. Había también una princesa tan hermosa que su padre le cubrió el rostro con un tupido velo para que ningún hombre cayera hipnotizado al verla. Se decía que pasaba los días leyendo historias de caballeros y poemas de amor procedentes del mundo mortal. Cuando se sentía triste, punteaba en su arpa una canción que semeja la melodía del agua, la expansión de las ondas, el mecer de las olas y el sonido del viento entre las ramas de los árboles. Sólo podía salir durante las oscuras noches de luna nueva a dar un paseo por sus dominios recubiertos de una fina capa de algodón. Pero, desobedeciendo a su padre, una vez fue a la Tierra en su coche de caballos plateado adornado con blancas perlas y cortinas de lino y seda.
Era noche de carnaval en Venecia y todos los presentes estaban ocultos tras máscaras. En una gran plaza, entre la muchedumbre, un joven cruzó la mirada con ella. Según la tradición, en aquella festividad debían conocer a alguien antes de las doce olvidando sus aspectos físicos, de ahí los antifaces. Ambos pasearon por toda la ciudad, incluso hicieron un pequeño viaje en góndola viendo los palacios y puentes desde los canales. Sin percatarse de la hora, sonaron las campanadas de medianoche y cuando él retiró la máscara de la princesa, ella se desmayó y su cuerpo se desvaneció de entre sus brazos, como si fuera humo. El joven quedó desconcertado. La princesa había regresado a casa. Rompió el juramento de su padre y ahora permanecería sin conciencia hasta que un hombre de su misma valía la reviviera.
El muchacho la buscó sin resultado hasta que un día, cuando acampaba en el bosque, oyó a un juglar recitar versos sobre aquel reino lejano. La canción decía que más allá de la cima del monte helado una doncella esperaba la vida de la mano de aquel que consiguiera el jugo de pétalos de rosas rojas. Sin dudarlo el joven se puso en camino. Le fue difícil llegar a lo más alto de la montaña. Desde aquella se extendía impensablemente un sendero hacia el castillo del rey. El joven se presentó ante él y pidió la oportunidad de salvar a la princesa con la condición de no ver su cara. Si lo lograba, tendría su mano. Cuando estuvo ante ella, seguía con el rostro oculto como la última noche que la vio. Levantó el velo ligeramente para dejar deslizar el jugo sobre sus labios. En ese momento, recobró la vida de repente. Ahora ya podría descubrirse, pues había enamorado al joven sin precisar su belleza.
Al aparecer frente a su padre, éste no creyó lo que veía, ya que sólo se desharía el hechizo si el muchacho era verdaderamente de sangre noble. Resultó ser uno de los infantes de la corte veneciana.
Poco después, se celebró la boda en el bosque donde había oído la canción el príncipe. Entusiasmados por la noticia, acudió al lugar todo ser mágico de la naturaleza: gnomos, duendecillos, elfos, ninfas... Cuando llegó el instante esperado, él la besó dulcemente y las hadas comenzaron a danzar el vals de las flores.
Había una vez, en un reino muy lejano, un castillo edificado sobre las nubes. Era tan alto que parecía arañar la cristalina superficie del firmamento. Durante el día, los querubines cabalgaban sobre pegasos con crines de oro y alas de terciopelo. Había también una princesa tan hermosa que su padre le cubrió el rostro con un tupido velo para que ningún hombre cayera hipnotizado al verla. Se decía que pasaba los días leyendo historias de caballeros y poemas de amor procedentes del mundo mortal. Cuando se sentía triste, punteaba en su arpa una canción que semeja la melodía del agua, la expansión de las ondas, el mecer de las olas y el sonido del viento entre las ramas de los árboles. Sólo podía salir durante las oscuras noches de luna nueva a dar un paseo por sus dominios recubiertos de una fina capa de algodón. Pero, desobedeciendo a su padre, una vez fue a la Tierra en su coche de caballos plateado adornado con blancas perlas y cortinas de lino y seda.
Era noche de carnaval en Venecia y todos los presentes estaban ocultos tras máscaras. En una gran plaza, entre la muchedumbre, un joven cruzó la mirada con ella. Según la tradición, en aquella festividad debían conocer a alguien antes de las doce olvidando sus aspectos físicos, de ahí los antifaces. Ambos pasearon por toda la ciudad, incluso hicieron un pequeño viaje en góndola viendo los palacios y puentes desde los canales. Sin percatarse de la hora, sonaron las campanadas de medianoche y cuando él retiró la máscara de la princesa, ella se desmayó y su cuerpo se desvaneció de entre sus brazos, como si fuera humo. El joven quedó desconcertado. La princesa había regresado a casa. Rompió el juramento de su padre y ahora permanecería sin conciencia hasta que un hombre de su misma valía la reviviera.
El muchacho la buscó sin resultado hasta que un día, cuando acampaba en el bosque, oyó a un juglar recitar versos sobre aquel reino lejano. La canción decía que más allá de la cima del monte helado una doncella esperaba la vida de la mano de aquel que consiguiera el jugo de pétalos de rosas rojas. Sin dudarlo el joven se puso en camino. Le fue difícil llegar a lo más alto de la montaña. Desde aquella se extendía impensablemente un sendero hacia el castillo del rey. El joven se presentó ante él y pidió la oportunidad de salvar a la princesa con la condición de no ver su cara. Si lo lograba, tendría su mano. Cuando estuvo ante ella, seguía con el rostro oculto como la última noche que la vio. Levantó el velo ligeramente para dejar deslizar el jugo sobre sus labios. En ese momento, recobró la vida de repente. Ahora ya podría descubrirse, pues había enamorado al joven sin precisar su belleza.
Al aparecer frente a su padre, éste no creyó lo que veía, ya que sólo se desharía el hechizo si el muchacho era verdaderamente de sangre noble. Resultó ser uno de los infantes de la corte veneciana.
Poco después, se celebró la boda en el bosque donde había oído la canción el príncipe. Entusiasmados por la noticia, acudió al lugar todo ser mágico de la naturaleza: gnomos, duendecillos, elfos, ninfas... Cuando llegó el instante esperado, él la besó dulcemente y las hadas comenzaron a danzar el vals de las flores.
Espero que os haya gustado.
Un beso,
Silvia
4 comentarios:
Me ha encantado, muy bonito la verdad.
Los pelos de punta nuevamente, no se como lo haces...
Muchos besos.
Aver, comento aqui aunque hace referencia a tu siguiente articulo, me parecia que escribir en tu "diario", en algo tan personal, no tenia cabida, pero lo dejo aqui.
Impresionante cada linea, me gusta mucho lo que escribes porque hace pensar mucho.
Hay muchos momentos en los que leer tus textos dan mucha fuerza.
Muchos besos.
P.D.: sigue escribiendo así, eres una artista.
Que cuento más chulooo!!! cuando has escrito esooo?? ^^ me encanata!! escribes de PM!! xD besitos hermanita miaa!!
Lo escribi hace un par de años. Te acuerdas cuando estaba en clase de Literatura Universal y compuse los haikus?? Pues ese mismo curso y también para la misma asignatura. Aunque, en realidad, siempre escribo para mí y ultimamente tengo mucho que decir.
Me han dado unas alas que poder usar y eso estoy haciendo, pregonar lo que estoy sintiendo.
Me encanta que te guste. Sabes que un elegio por tu parte siempre significa mucho para mi.
Gracias hermanita por estar ahi, a pesar d que ahora no sea aki cerquita mia.
Te quiero.
Silvia
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